Queridos amigos de mi pueblo y gentes venidas de otros lugares para compartir con nosotros la alegría de las fiestas que vamos a vivir en cuerpo y alma: cuerpo de vino, de canciones, de jota, de buen cordero asado; alma de amores, de recuerdos, de sentires, de encuentros luminosos con nuestro pasado y de sueños esperanzados para un futuro mejor.
Yo debería hablaros hoy, compañeros del alma, compañeros del alma de este pueblo querido, sin papeles, como una conversación entre amigos. Y solo con dejar volar la imaginación, me vienen mil recuerdos, anécdotas, costumbres perdidas, personajes insólitos, rincones agradables, imágenes inolvidables e irrepetibles de este pueblo único y afectuoso como pocos, que tiene nombre de cerros, (como Collado o como Otero) y apellido de ministro.
Y los primeros recuerdos de mi infancia se relacionan con esta plaza; allí enfrente la escuela de los chicos, a mi espalda la de las chicas, escuelas de enciclopedia, de estufa y humo, de rabiosos sabañones, de poca luz, de maestro mal pagado que pagaba con nosotros su desencanto utilizando con demasiada frecuencia la vara.
Y tengo el recuerdo, también en esta plaza, de un pozo, que hoy se ha tragado, como tantas cosas, el asfalto, testigo mudo de las dificultades de agua por las que ha pasado este pueblo. Sed de muchos veranos, que hacen que el nombre de la “Fresneda”, esté para siempre unido a la historia de Otones. Fuentes claras, frescas, esas de la Fresneda, donde mi hermano, más tozudo que su burra, una vez se lió a jarrazos con una mozas, porque esa burra, señorita ella, sólo bebía en el chorro de la fuente y debía hacerlo antes que ellas llenaran sus cántaros.
Y recuerdo una fiesta escolar, que nunca he sabido porque se llamaba de la “Sierra Vieja”, en la que dejábamos el recinto oscuro de la escuela para ir al campo, al hermoso campo de nuestra Castilla, pardo, verde o dorado, a merendar lo que habían preparado nuestras madres o lo que habíamos recogido, pidiendo por las casas y agradeciendo el donativo con una ingenua canción que aún recuerdo:
“Esta casa es un palacio y la señora una reina, porque ha dado limosna a los niños de la escuela”.
Y recuerdo también un manubrio, que los domingos y fiestas de guardar, tocaba, en un giro inacabable y muchas veces repetido, los pasodobles y las tonadillas de entonces, y nosotros, los más pequeños, burlando la vigilancia, de la Sra. Clementa, apagábamos la luz, cómplices ingenuos de hermanos mozos, que buscaban, en la oscuridad momentánea, el beso apresurado a su pareja, quizás después compañera inseparable en la lucha cotidiana de la vida.
¡Cuántos recuerdos de la infancia y cuántas costumbres que se han ido perdiendo!. Dejabas de ser niño cuando pagabas “la costumbre”, yo debí pagar unos tres duros, ¡todo un capital!, para entrar en la categoría de mozo y poder jugar las partidas de tute o de mús en el bar. O esa costumbre de pedir “la saca”, que era una cantidad que debía pagar aquel forrastero, que establecía lo que entonces se llamaban relaciones formales con una moza nuestra, pagaba porque se la llevaba, nos dejaba sin ella, la sacaba del cupo de posibles candidatas a ser nuestras novias.
Yo tengo todavía hoy, dos pequeñas frustraciones, relacionadas ambas con costumbres de este pueblo. No haber corrido los gallos el tercer día de fiesta, y no haber tirado las naranjas al gallo que se ataba al campanario el día de la boda. Casi nunca se atinaba, pero todos los mozos hacíamos bromas picantes referentes a la puntería del novio unas horas después.
Y ¡Cuántos personajes insólitos, curiosos, importantes para conocer la manera de entender la vida de este pueblo singular!. El Sr. Generoso, con sus constantes chascarrillos, que no fue maestro, solo porque en el examen dijo que un vegetal era un gato; la Maria Correas que vivía o malvivía en esa casuca de la esquina; el Sr. Eugenio, constructor de casas para los vivos y cajas para los muertos, la Sra. Eustasia, que nos conocía a todos como si nos hubiera parido, ella nos dio el primer cachete de nuestra vida, fue la primera que nos hizo llorar y con terror tuvimos que enseñarle muchas veces las nalgas para que nos pusiera unas inyecciones. Solo por citar unos pocos..
Pero llegan tiempos nuevos, nuestro pueblo ha sufrido, como tantos otros pueblos castellanos, una fuerte emigración. Viene la televisión, llega tardíamente el teléfono, pero ya no hay mozos en la esquina de la bajada de la iglesia esperando a las mozas que venían del rosario. Don Mariano, nuestro cura de entonces ya no puede meterse con las veraneantas que venían con pantalones al pueblo, ni pronunciar un sermón memorable de la Soledad, con los mozos de rodillas y en cruz en la Iglesia por que en la procesión del Silencio cantaban algo que ya es historia en Otones. “Un cesto es media carga, una carga son dos cestos, tres cestos son carga y media, cuatro cestos son dos cargas”.
Ya no hay niños, no hay escuelas, la vida se hace más reposada, se espera con ilusión la llegada del verano, porque vuelven a las raíces, a la fiesta de su pueblo, todos los que debieron buscar en el agobio y el apresuramiento de la gran urbe, soluciones para su vida distinta de la de sus padres.
Personajes, recuerdos, costumbres, piedras vivas y a veces en ruina; estas son las pequeñas cosas que hacen la historia de los pueblos sin historia, sin Iglesias Románicas, ni Castillos Medievales, sin personajes ilustres, es la historia humilde, que no se lee porque no se escribe, hecha con trozos de vida y cicatrices del alma, de la gente sencilla de mi pueblo, este pueblo querido en el que he vivido, en el que he soñado, en el que conocí a mi mujer, donde enterré a mis padres y bauticé a mis hijos y donde hoy iniciamos nuestras fiestas de San Benito, nosotros y nuestros invitados, que son todos los que hoy están aquí, porque también quieren a nuestro pueblo, porque saben que aquí dejan de ser extraños a los diez minutos de entrar.
Y todos juntos, los que aquí viven en la esperanza, los que aquí venimos a unirnos con los nuestros, y los que, sin ser de aquí, quieren compartir en comunidad solidaria con nosotros, nuestra alegría, gocemos de la fiesta.
Cuando mañana, las campanas, nuestras queridas campanas, relojes eternos del devenir de un pueblo, avisadoras constantes de la alegría y del dolor, nos llamen a la procesión, vistámonos de fiesta, bailemos la jota ante el Santo y lancemos el grito que yo lanzo esta noche:
¡Viva San Benito! ¡Viva Otones! ¡Felices fiestas para todos!