La matanza era, sin duda, uno de los acontecimientos más importantes de la vida cotidiana de nuestros pueblos. Además de proporcionar alimento para todo el año, se vivía como una gran fiesta que congregaba a buena parte de la familia y de los amigos.
Este año, estando ya próxima su celebración el día 18 de marzo, para dar a conocer y recordar cómo se hacía, ofrecemos el excelente relato sobre la matanza que el maestro de La Cuesta, Pablo de Andrés Cobos, inserta en su libro Estampas de aldea, recientemente reeditado por Arqueología de Imágenes. Recordamos que el pasado verano tuvo lugar en Otones la presentación de este clásico de la literatura infantil de la II República con gran éxito de público.
Escribe el gran maestro segoviano para sus alumnos:
“La matanza tiene categoría de fiesta mayor. Dos días de comer y holgar; cuando se está de matanza no se va a la escuela. Los hijos, los yernos, las nueras, los nietos; veinte, veinticinco o treinta. Algún otro pariente, algún amigo, el médico, el cura o el maestro que vienen a comer. Una olla grande, panzuda, entre los morillos con tres o cuatro pucheros alrededor; un caldero que cuelga del llar. Van llegando los hijos y los nietos. Las hijas y las nueras se arremangan el justillo, se recogen el vestido y a trajinar en la cocina. Los platos, los pucheros, las cacerolas, las cucharas y los tenedores. Batir de huevos para la bola, lavar los garbanzos, cortar la carne de la pierna de carnero, preparar la berza, distribuir los fideos en las cazuelas, limpiar las orzas de la manteca, picar la cebolla para las morcillas.
Los varones se asoman a ver el cerdo. Buen ejemplar: jaro, largo, de amplio lomo. Lleva un día sin comer y se apresura, torpe, pesado, cuando le abren la puerta de la corte. Avanza hacia la pila o dornajo y le detiene el gancho de hierro, que prende entre las quijadas. Dos hombres se abalanzan a él; una mano a la oreja y otra a la pata delantera. Le sujetan y le tienden, de costado, sobre la mesa baja y larga preparada en el corral. Con un cordel le atan la jeta y con ambas manos, dos forzudos, le atenazan. El de mayor experiencia y puño más fuerte afila el cuchillo en el asperón y lo hunde hasta el hueco de la víscera que nunca duele. Son furiosas y terribles las sacudidas de la agonía. La primera sangre para las morcillas, bien batida, en un puchero de barro, con huso de hilar. Lo demás en un barreño para cocerla en seguida.
Con estopa se tapa la cuchillada. Entre dos, enlazados por las muñecas, lo transportan y lo dejan sobre paja limpia, de vientre, con las patas estiradas, la cabeza sobre un canto. Se le cubre con paja larga de centeno, que se prende. Hace falta cierto tecnicismo. El pelo ha de quedar bien tostado y no se ha de quemar la piel. Se le da la vuelta y se prende paja nueva. Primero por un lado y luego por el otro, se le rae y queda limpio y blanco que da gusto verlo.
Tripa arriba, sobre la mesa, en el portal. De la jeta al rabo va cortando el cuchillo y queda el alma colgada de un palo de la despensa. Ya andamos por allí los chiquillos pellizcando las orejas y el rabo, tan tostadito y sustancioso. El rabo va a parar a la olla y una de las orejas a la parrilla. Se utiliza el sobeo para colgarlo, del recio hueso de las ancas, a la anilla de hierro clavada en uno de los machones del techo del portal. Y mira qué escarnio: se le obliga a sostener entre los colmillos de fiera el cazuelo que recoge el goteo de la sangre, todavía caliente. Las telillas de manteca, que parecen de encaje, se tienden en las patas traseras y todo el vientre se recoge en una criba o harnero. Las mujeres sueltan las tripas y las limpian de manteca. Entre las patas y entre las faldas dos palos le mantienen abierto. Ya está el cerdo en canal aguardando la helada de la noche. Se limpian, con el cuchillo, las manchas de sangre que quedan en la piel afeitada.
Los chicos a jugar en la portada de la ceba, las mujeres siguen trajinando en la cocina, los hombres sacan astillas del fresno, viejo, gordo y nudoso.A comer. Los hombres en la sala, en mesa grande, con mantel blanco; los chicos en el portal, en mesa pequeña. Si hay algún señorito tiene plato aparte; los de la casa han de estirar el brazo. La jarra de Talavera, con vino del Puerto, en el centro de la mesa. Dos cazuelas de fideos, espesitos y grasosos; dos fuentes de garbanzos con tocino, carne, bola, chorizo, rabo, todo bien picadito, con berza; dos pollos y los restos o anticipos de la Nochebuena.
Por la tarde las morcillas. Se mezclan bien los ingredientes en la artesa: el arroz, la cebolla, la sangre, el pimentón, las especias… Se van llenado las tripas, se van atando con hilo de coser y cuecen con el caldero grande. Mientras cuecen, para que suelten el aire, las pican con la aguja de salmar. La familia entera se reúne ahora en la cocina, a probar el calducho, con las chicharras flotantes. La morcilla de la curiosa, picante y sosa. Luego el reparto. Para los parientes y amigos un puchero de calducho, una morcilla, un trozo del alma, otro de hígado, un poco de sangre… que, a su hora, devolverá cada uno.
La cena debe ser liebre, liebre con patatas, e inevitablemente el morcillón frito en la sartén, muy tostadito. Y antes la sopa, muy pimentosa y grasienta, de calducho. Los chicos a la cama, las mujeres a fregar los cacharros, los hombres a charlar un rato, alrededor de la jarra de Talavera.
A la mañana, cuando ya brilla el sol, llegan los forasteros soplándose las manos, húmedo de escarcha el calzado. Los hielos de los charcos del corral nos dan entretenimiento a los chiquillos. Los tragos del almuerzo ponen el cuerpo a tono y el cerdo espera, helado, terso, rígido. La difícil operación de deshacer el cerdo. Descolgado, vuelve a quedar sobre la mesa, tripa arriba. Primero la cabeza; las dos alas de tocino quedan libres, el cuchillo descubre la articulación y un buen golpe descoyunta. Se cortan los pies, con limpieza. Las pellas de manteca salen fácilmente arrastrando consigo los riñones. Ahora, a golpe de hacha, queda libre el espinazo y el cuchillo desprende los costillares. Se sacan cuidadosamente los lomos y los solomillos. Los huesos en una artesa, en un caldero el magro y en otro la manteca. Las mujeres operan en la cocina. El cuchillo tira la línea recta y quedan sueltas las dos hojas de tocino. Se les ha de quitar, con corte suelto y fino, las vetas de magro y quedarán bien arregladitos los jamones. Se parten las hojas por mitad y tenemos listos los cuatro tocinos, con su jamón. Se depositan en el salgadero. Hay que limpiar los huesos, más o menos, según la tacañería de cada cual; los ruines los mondan. Se han de quebrar con el podón o el hacha y van sobre los tocinos. Más tarde quedará todo colgado en las varas de la campana de la chimenea hasta que cure.
Ahora les toca a las mujeres. No estará mal interrumpir la faena con un buen trozo de magro asadito en las ascuas y con un par de tragos, presente siempre la jarra de Talavera. Se han de picar los callos, para la botagueña, y el magro, para la longaniza. Serán respetados los lomos, que irán, en trocitos, a la orza de la conserva.
Los chicharrones son la faena de la tarde. Los trozos de manteca comienzan a derretirse en el caldero y la cocina se llena del olor de la grasa, fuerte y denso, que a los chicos nos marea. De cada trozo queda un residuo, el chicharrón, que será almuerzo de muchas mañanas. Todavía calentitos, se catan en merienda buscando golosamente las vetas de magro y las cortezas y escapando muy difícilmente de la indigestión.
Y ya a estas horas nos invade a los chicos cierto malestar; en cuanto nos acostemos se acaba la matanza.”
Las fotografías corresponden a los utensilios propios de la matanza conservados en el Museo Etnográfico de Otones.
La próxima semana ofreceremos la crónica de esta celebración con un amplio reportaje gráfico de todas las actividades desarrolladas.
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