Completamos la descripción sobre la siega, ofrecida en la anterior entrega, con una visión más literaria de esta tarea agrícola. En este caso, recurrimos al libro Estampas de aldea, del maestro segoviano de La Cuesta, Pablo de Andrés Cobos, reeditado por Arqueología de imágenes y que, como recordaréis, fue presentado en Otones el verano pasado.
Al mismo amanecer, en la esquina de la tierra, comenzando la jornada. El almuerzo a la salida del sol. Sobre el rastrojo se tira la tienda. Cada uno se acomoda como puede en torno al cazuelo. Las mujeres se sientan sobre las piernas, los hombres se tumban sobre el codo, los chicos en cuclillas. Un cazuelo grande llenito de sopas empimentonadas; sobre las sopas torreznos. No son todos los torreznos iguales; chiquitillos son los nuestros, los de los chicos; pero suficientes para pringar un buen cantero de pan. Un golpecito al barril y a la ducha otra vez.
Los chicos tenemos las tareas más ingratas: ir por agua a la fuente, cuidar de que se conserve fresca, llevar la cantarilla y el barril a la cabecera de las duchas, estacar las caballerías en la pradera más próxima, llevarlas y traerlas, engavillar y, en los otros ratos, ducha de un surco solo con ridícula hoz de dientes. Porque no quieren darse cuenta los mayores de que a los chicos, de veras, no nos gustan más que las tareas difíciles. Al segar, ducha de dos surcos, como todos, y delante de las mujeres, con buena hoz de corte, de largo avance y cazoleta en la mano izquierda. Al acarrear, que nos dejen colocar los haces en el carro y luego conducir, llevar las vacas. Al trillar, que nos entreguen las yeguas y no los burros, y nos permitan volver la parva. Está visto que somos enemigos naturales los mayores y los chicos. Gracias a Dios que hay cosas compatibles y amorosas compensaciones. Como la de ayudarte si te retrasas en la ducha, la de permitirte que te entretengas sacando la miel de los mieleros que encuentres en los cantos o en las zarzas secas y hasta la de tolerar que bebas agua metiendo en la cantarilla la caña de centeno o de misiega. Y puedes, si quieres, irte algún ratillo hacia los prados y quedarte a la sombra mientras los demás aguantan el trabajo y el sol.
El cerro está lleno de cuadrillas que saludan con el barril en alto por encima del mar de las mieses. Los mozos se desafían y aceptan la competencia amistosa. Si el uno es forastero, se pone más amor propio en la contienda. Casi siempre sale bien y termina con un trago y un poco de conversación. A veces queda cita nueva y rescoldo de tortas futuras.
La hora más alegre es la del regreso, al anochecer. Se unen unas a otras cuadrillas, se gastan bromas, se oyen canciones y repiquetean las cazoletas entrechocando las unas y las otras.
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